VEINTIDÓS
Updated: Sep 22, 2022
a mi tía Fulvia (1902-1987) que al día de hoy me miente, y yo le creo.
Veintidós es mi segundo libro, publicado por Editorial Germinal.
Trasnscribo aquí De porqué creo en el ratón de los dientes y Muñecona, dos de los 22 del libro.
De porqué creo en el ratón de los dientes
1.
Un día cualquiera empieza a dolerte la cabeza. La presión al frente y a los costados de las orejas deja de ser eventual y se vuelve permanente, constante. Es un dolor con a, con a abierta, esa que se ve tan bien en otros idiomas cuando se corona con la diéresis; modula y se inclina hacia la ae y hacia la ao, a veces la o se prolonga y tremolea haciendo una constante de variables aoooo, eooooo, eoooaaa y así va ese dolor. Entonces vas a sacarte una radiografía y sí, el vestigio molar de la prehistoria sale en la foto como el yeti que te recuerda que podés no tener tanto pelo, tener un lenguaje y estar vestido, haber descubierto el fuego e ido a la luna, pero que igual seguís siendo parte de ese árbol que se ramifica y ves esa delgada rama que te apunta y te señala en la cara y te dice: vos, primate hominoideo.
La tercera molar por cuatro en bloqueo diferencial, la chancha que empuja en esos cuatro puntos perpendicularmente y la fuerza por área que se mide en pascales y no en newtons. Las dos superiores hacia abajo, las dos inferiores hacia el frente, la cabeza que duele, la mandíbula que se expande. No hay mucho que hacer más que sacar las dos superiores con alicates-que-tienen-otro-nombre-pero-que-no-dejan-de-ser-alicates y operar, cortar-extraer las dos inferiores.
Todo acordado, se practicará la avulsión de las cuatro en una sola sesión salvaje. Mi madre me compra helados y R me presta todas las temporadas de Lost. Sillón listo. ¡Ah! las pequeñas delicias de la exodoncia, pienso para mí.
2.
No iba a escatimar con esto de la salud dental: estoy en un consultorio privado en el oeste de la ciudad, aire acondicionado, parqueo de-a-tres-mil-la-hora, en la pared una foto del blanqueamiento de dientes que se hizo Jon Bon Jovi en el ´94, todo un pionero.
Me inclinan en la silla reclinable, me dan una pastilla que hace que todo lo que está a punto de pasar no me importe y se aliviana el peso del mundo, y nada duele y todo está entonces bien y Jon Bon Jovi te sonríe, distante. Después de tomar la píldora –en un vasito pequeño, sobre un lavatorio pequeño que tiene al lado unos cepillos pequeños y espejos pequeños, todo al lado de una cachera pequeña que deja salir un hilo de agua pequeño si tocás con el dedo un botón– me hacen la pregunta: ¿Qué prefiere: dvd o música? Dvd respondo, error de primerizo. Entonces cierro con respuesta definitiva y sonrío con la cara deforme. Ya la pastilla comenzó a hacer efecto y me juro gracioso, encantador. De un Case-logic me ofrecen varias películas. Un poco sin saber qué hago, escojo una en la que veo la cara de Bruce Willis y que al día de hoy no recuerdo cómo se llama. Me ponen unos anteojos especiales, empiezo a ver los créditos de inicio. ¡Ah, el cinemascope en el dentista, qué maravilla!
Siento que a mí alrededor se mueven personas y esas personas atienden sus asuntos mientras yo me dejo llevar por esta droga legal y la magia del séptimo arte. Varios minutos pasan y las personas que antes se movían a mí alrededor se aplican en mí, me trabajan. Su esfuerzo cada vez es más evidente; no me duele pero siento que se me empuja hacia un lado, hacia el otro, hacia atrás. Con cada movimiento mis anteojos especiales se mueven y entonces apenas puedo ver a Bruce Willis en la esquina superior con el rabillo de mi ojo derecho; el resto es negro. También se mueven los audífonos de mis anteojos especiales y el sonido ya no son las explosiones ni los diálogos sino los mini-taladros-de-otro-nombre y el cascanueces que recuerda más al Terminator 2 que al cascanueces.
Se les llama muelas de juicio porque, se supone, al salir, la persona ya tiene un sano juicio sobre las cosas, se dejó atrás la infancia y ahora se sabe comportar y discernir. Estoy a punto de probarles lo contrario.
Con las manos trato de regresar a Bruce de vuelta a mi centro de visión y unas manos ajenas restringen mi accionar, me imposibilitan, me inmovilizan. Siento uno o dos cuerpos sobre mí, uno tira con fuerza hacia afuera, suena el cascanueces, otro me sostiene la cabeza hacia atrás, uno jala, otro sostiene. De Bruce Willis ni la sombra. Intento acomodarme de nuevo los anteojos y al mover el brazo me enredo con otros brazos que se entretejen con los míos y, entre manotazos, siento que algo cae en el fondo de mi boca, justo al final de la lengua, atrás del galillo. En un impulso, reflejo digno del primate hominoideo, me lo trago, sin pensar, me lo trago. Entenderán que me lo trago es una exageración, en realidad intento tragarlo, pero eso que no tiene nombre y que luego reconoceré como cordal, quedó atorado justo después del epiglotis y la laringe, en mi garganta, en la tráquea. Entonces, en el arrebato de la conmoción, me quitan de un solo golpe los anteojos especiales y mis pupilas se dilatan y veo cuerpos borrosos y manchas que se mueven a mi alrededor gritándome: sáquela-sáquela, dicen, escúpala-escúpala, hacen gestos como el de las gallinas y los gallos, esa especie de cuelleo hacia el frente. Lo intento, pero más allá de emitir un ruido horrible, no logro sacar ese tercer molar ahora desplazado a un lugar que anatómicamente no le corresponde y que abre la puerta a la estrangulación y la asfixia.
En algún momento que no sé exactamente precisar, la conmoción de cuerpos deja de decir sáquela-sáquela, escúpala-escúpala y se invierte la dirección de la orden que debo seguir y ahora dicen tráguela-tráguela tráguela-tráguela y me apuntan con una manguerita plástica y pequeña que lo que deja salir es apenas un goteo de tortura e insisten tráguela-tráguela, me dicen tráguela-tráguela. Eso hago. Luego me quedo quieto. No más Bruce Willis para mí, la droga legal no me deja recordar si me amarraron los brazos a la silla.
3.
Nunca más la volví a ver, en realidad debería decir: nunca la vi. Nunca supe cuánto medía, nunca me contó de su recorrido por mi sistema digestivo. Lo que sí sé es que terminó su viaje y llegó a buen puerto, lo supe unos días después cuando al lado del tanque de agua de un inodoro Incesa Standard alguien dejó para mí un billete de diez mil colones y dos tapitas gallito, se los juro, pueden contarle esto a sus hijos: existe. El ratón existe.
esta es una lectura para Candelilla:
Muñecona
Hay que verlo al sol tropical, parece un muñeco de nieve bajo la lámpara solar a las once de la mañana, parado en la esquina del parque de San Pedro, llevando sol, derritiéndose. Muñecona, mi amigo gótico, es un outcast declarado desde que estaba en el Liceo. Habla poco pero cuando lo hace parece una enciclopedia del rímel, el látex y el cuero, una suerte de experto modista del nuevo siglo catorce. Ahí está fumándose un cigarro que le sabe mal, mojado con el sudor de las manos, enchilándose los ojos con el rímel chorreado, limpiándose las gotas de sudor cerca de la boca, esparciendo el fino trazo de la mañana, convirtiéndolo en una chorcha de lápiz de labios. ¡Muy Robert Smith pa! te hubiera dicho. Su pelo colocho se revela contra la capa de gel que inútilmente pretende restringirlo, pero lentamente cede a la humedad, al estado natural de las cosas y así, a Muñecona le va ganando el trópico.
Puta sal, piensa Muñecona bajo un árbol del parque cerca de la estatua de John F. Kennedy, tá sal, dice, porque su mamá le ha pedido esperar a una señora que le va a mandar un paquete con él y por eso ahí está, chorreando sudor por dentro como una media de café, llenándose de líquido como por ósmosis inversa.
Muñecona nació en el Monseñor Sanabria una mañana soleada en pleno julio de 1979. Es hacia el puerto de Puntarenas que va dirigida la encomienda el fin de semana, ese paquete que ahora él espera dentro del sauna negro de la moda. Muñecona apaga el cigarro con la suela de su bota y da dos pasos atrás, hacia el tronco del palo de mango. Si se acabara este semestre, si estuviéramos en octubre, si no tuviera que matricular la deportiva, piensa. Entonces llega una señora a entregarle un paquete de tamaño considerable. Muñecona se lo recibe de mala gana porque va a tener que jalar con eso todo el día y hoy entre Introducción y Seminario Participativo tiene un hueco de cuatro horas. Calor solo verlo, le dice ella, pero ya Muñecona está muy lejos y no la escucha.
Hace la fila, pide una empanada y un café con leche en Sociales, y luego camina de nuevo bajo el sol hasta el auditorio de Generales. A la distancia escucho el sonido de sus botas, las cadenas, los herrajes y las hebillas que le cuelgan por los costados. Muñecona, mi amigo gótico, entra en el salón y se quita la gabardina, debajo sigue forrado en tela negra, se sienta a mi lado y me dice “¿Qué pá?” Yo le extiendo la mano abierta y él golpea mi mano de lado, la aleja, hace un gesto de puño, yo lo imito rápido y entonces él choca su puño contra el mío y luego imita el sonido de una explosión con la boca, pushhhhh dice en voz alta, y aleja la mano abierta en cámara lenta. Así saluda Muñecona. “¿Qué pá?” me vuelve a decir.
Entre los dedos de su otra mano, de alguna manera que no entiendo, sostiene una empanada, un café, un bolígrafo, un cuaderno y bajo el brazo la bolsa que le dieron.
Mientras esperamos a que el auditorio se llene para Apreciación de Cine, Muñecona me cuenta indignado que en su barrio hay varios chamacos que juegan de góticos, pero que no saben de qué hablan. Me dice “Pá estos chamacos no saben de qué hablan, ellos no sabrían distinguir a un Dark de un Darkie, ni siquiera a un Darketo de un Mallgoths o NeoGoth aunque estos tuvieran etiquetas en la frente”. Luego sigue tratando de hacerme entender las importantes diferencias entre los Grufties y los Gogans, los Spooky Kids, Moshers o Mini Moshers, para terminar diciéndome que lo que él sí no soporta es eso de Mini Goths o Baby Bats. Me dice que lo gótico no se tropicaliza, que es algo genérico y que toda adaptación es una debilidad, una especie de contaminación. Me dice que una de sus piezas, Nuclear Acid Contamination, que está trabajando con su banda, habla de eso. Su banda se llama La Tercera Muerte de Mumm-Ra y comenzaron a ensayar hace dos, tres semanas.
Los demás compañeros le tienen miedo por su tamaño, porque anda de negro y con maquillaje y porque siempre está derritiéndose. Muñecona me dice que los odia, que odia a la gente, que odia a la maldita sociedad –siempre une esas dos palabras–, que odia las categorías, los estilos, que odia el trópico, que odia los colores y los deportes pero que, sobretodo, lo que más más más odia es eso de los Baby Bats.
Todo debería ser negro como la eterna soledad de la noche sin luna, como la muerte de un ángel caído que golpea el viento y que encierra en el ataúd de su alma el llanto de la nuclear acid contamination, me dice. Me dice esto mientras sostiene en los regazos el bolsón de La Gloria que le entregó la señora en el parque. En una mano ahora tiene la empanada de pinto y en la otra el café con leche.
Muñecona es mi mejor amigo.
Entonces se apagan las luces. Muñecona me mira de reojo con media sonrisa en la boca, mete las manos en su maletín y saca un tocacassettes que era amarillo, pero que con un pilot él pintó de negro, y me dice ¡Qué bueno el Mask de Bauhaus pá! y se recuesta mientras se pone los audífonos. El aire acondicionado se enciende y poco a poco se enfría el salón. Media hora adelante en la película escucho el bolsón de La Gloria caer al suelo del auditorio y, como un latido débil desde sus audífonos, distingo claramente la línea del bajo y luego la voz que dice llorarás y llorarás sin nadie que te consuele de Oscar de León. Miro hacia arriba y veo, a contra luz, el afro rebelde y la sonrisa untada de lápiz labial. Muñecona duerme.
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