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diego van der laat

WHISKY

Updated: Sep 23, 2022


Whisky es un libro inédito de 24 textos breves. Cada texto se escribió teniendo como punto de partida una foto de infancia. Gran parte de este libro se escribió en una residencia artística en el Hotel Belmar en Monteverde. Quiero publicarlo en diciembre 2022 (años más tarde de cuando se suponía iba a publicarlo) bajo el sello independiente sanjosérevés.






Este es otro libro (junto con 666 y Nit) escrito en vertical, pegado en una pared mientras se trabaja en él. La cuadrícula en este caso es de 6 x 4. La foto en la pared muestra el orden del libro, los vasos llenos, son las casillas_fotos que ya estan escritos, los vacíos son los que aun no, es decir, son probalemente fotos sobre las cuales no logre escribir y ahora es necesario cambiarlas por otras, hasta terminar el libro, hasta llenar todos los vasos. Al otro lado de la cámara de este libro, mi papá dijo 24 veces "digan whisky".







Pego aquí alguno textos del libro. Luego algunas fotos de la residencia y de la edición limitada que Adrián Flores hizo para el evento de cierre.










CUATRO TEXTOS DE WHISKY




“No tengo recuerdos de infancia”


W


Georges Perec







324

(las trece puntadas)





Dice mi mamá que en 1986 tuve esta máscara puesta por 23 horas seguidas, es decir, 1380 minutos, es decir, 82800 segundos. Yo no lo recuerdo. Dice que durante la primera mitad de ese día se desentendieron un poco del asunto, sobre todo porque lograba comer bien, pasando un tenedor ágilmente por debajo de la barba roja y tomando líquidos con una pajilla. Al atardecer comenzó la discusión entre ellos y mi berrinche para dejármela puesta, y ellos no insistieron, pensaron que no aguantaría: que me la quitaría a mitad de la noche.


No fue así.


Al día siguiente amanecí todavía convertido en ese mono furioso y con mi pijama de Masters of the Universe. Era el cumpleaños de mi hermano Roberto y me imagino que esa era mi manera horrible y preadolescente de llamar la atención, de intentar eclipsar al cumpleañero.


Entonces viene el click de la cámara, el flash y la foto que conmemora sus cuatro años. Luego le sigue el mono y su cuerpo “eclipsante” que se desmaya por asfixia y cae al suelo en el pasillo largo y oscuro de la casa, el golpe es seco: trece puntadas. Se cancela la fiesta y Roberto llora, no porque suspendieran su fiesta, sino porque él es bueno y está llorando por las heridas en la cabeza del primate sangrante que tiene por hermano mayor.


Son bonitos estos álbumes que tiene mi mamá en su casa, porque, aunque no recuerde nada de ese día, queda ese papel que fue sensible a la luz, como yo a la falta de oxígeno. Queda la foto que sustituye la ausencia de un recuerdo, algo para echarle al cajón vacío de la memoria. Queda la imagen congelada en el instante del flash y luego del disparo de luz artificial, la oportunidad de contarles todas las mentiras que acabo de contarles: un pasillo oscuro, un hermano que llora, una máscara de mono, un eclipse: las trece puntadas.




***



272

(la araña en el frasco)



Es el lazo lo primero que me conmueve, el lazo inmenso y como de papel. Luego me conmueve el dedo pequeño de su mano izquierda, como se arremete hacia el centro de la palma, como se esconde, igual que el mío y el de una de mis hijas. Es también la pava, el mongol #2, el anillo pequeño en su mano derecha. Me conmueve la mirada de mi mamá, tan temprana, tan antes de conocernos. Más tarde ese día, mi abuelo Miguel, su padre, le ayudará a meter una araña picacaballo en un frasco. Le abrirá́ con un punzón de hielo varios huecos en la tapa de lata y mi mamá le meterá́ adentro varias hojas que arrancó del patio, para que coma. Mi abuelo le ayudará porque es una tarea para la escuela: la niña tiene que llevar un bicho en un frasco. Eso hicieron. Al día siguiente mi mamá va a encontrar el envase de vidrio lleno de un líquido blancuzco y amarillento. Va a encontrar a la araña ahogada en su veneno, en su propio mecanismo de defensa. Un bulto negro flotando en medio de un líquido blanco y espeso. Me conmueve la mirada de la niña, su lazo inmenso, el anillo pequeño en su mano derecha. Me conmueven también el frasco de vidrio, los tres huecos imprecisos por el mal pulso de mi abuelo sobre la tapa. Me conmueven los ocho ojos sin vida de ese animal artrópodo que reflejan ocho veces la mirada de la niña, que aunque no sea su culpa, se sentirá́ culpable para siempre.


***



244

(el perfume de los muertos)




El día que murió mi abuela conocí por primera vez a mi abuelo. Se llamaba Miguel. Yo nunca lo había visto. Él había muerto diez años antes de que yo naciera, el 30 de enero de 1969. Lo habían enterrado en la tumba de Anastasio Alfaro, su papá y ahora que había muerto su esposa, Matilde, habían aprovechado para pasarlo.


Después de la misa, cuando abrieron la fosa para meter a mi abuela acercaron una bolsa verde plástica de basura, una de esas que, se supone, huele a limón. La bolsa estaba entreabierta y recuerdo como se asomaban varios huesos: hola Miguel. Abrieron el ataúd de mi abuela y pusieron la bolsa a sus pies.


No recuerdo llorar ese día, no recuerdo sentir dolor, tenía nueve años y supongo que lo sentí, supongo que estaba triste, pero no lo recuerdo. En mi cabeza, ese día estaba lloviendo, en los entierros de mi memoria siempre es jueves y siempre está lloviendo.


Lo que se quedará impregnado involuntariamente y para siempre será el olor del aceite hirviendo, la expulsión violenta y espasmódica de esa emulsión gaseosa que sale por las chimeneas de la fábrica de margarina que queda al lado del Cementerio General. Ese olor llenará cada recoveco de mi memoria, llenará cada tumba, cada fosa abierta en el suelo. Ese olor, en mi recuerdo, es a lo que huelen de los huesos, de alguna forma, para mí, ese es el perfume que usan los muertos.



***


449

(un ninja)



¡No me escogían de último, tampoco exageremos, digo, quedaban luego uno o dos, los nerds, los verdaderamente nerds, pobres, ja, vaya nerds que eran esos! Yo era siempre el antepenúltimo o así. En todo caso, no era el hecho de que me escogieran hacia el final, cuando ya los equipos habían sido configurados por la selectividad del dedo índice de sus capitanes y lo que quedaba eran las sobras deportivas, las boronas de la actividad aeróbica. No era solo que me escogieran de casi casi-último, era que no me la pasaban. No me la pasaban. Era como si yo fuera invisible, una suerte de ninja para ellos. Con el tiempo dejé de intentarlo y me dediqué de lleno a mi invisibilidad deportiva.


En el fondo, ahora que lo pienso, a mí tampoco me interesaba mucho que me la pasaran, digo, si lo hacían, o si la bola te llegaba por error, había que hacer algo, moverse o así, correr hacia el frente o pasarla de vuelta sin equivocarse, pero bajo el sol ese horrible del mediodía, todos los niños parecían tener el mismo uniforme, todos parecían jugar en el equipo contrario. Todos eran, de alguna forma, el enemigo. Con la bola en los pies tenías el tiempo contado, en segundos alguien iba a trabonearte, a meterte el cuerpo, a quitártela, y si lo lograban, si te la quitaban, tus compañeros de equipo te iban a ver con cara de culo. Cuando recuerdo a mis compañeros de escuela a todos los veo así: con la cara de culo.


Pero no solo a vos te iban a ver así, también al que te la había pasado, por error, o por buena gente o por imbécil, que es todo lo mismo. El capitán, que usaba tacos y espinilleras, se le iba a acercar y le iba a decir en el oído “¿por qué se la paso a él?”, así, “él” porque en fútbol, mi camiseta nunca tuvo un nombre, yo era un pronombre personal en el terreno de juego, nada más.


Aquí estoy, en medio de la cancha de zacate quemado de la Escuela Angloamericana. Todo pasa a mi alrededor como si no fuera conmigo. Don Giovanni me ve de lejos, este año en “deportes” me saco un setenta, cerrado. Siento el elástico de la pantaloneta en el ombligo, las medias flojas, la camiseta inmensa. Tengo los brazos cruzados y una marea de niños con nalgas por cara revolotea a mi alrededor. Cuando hace mucho sol lo que hago es cerrar los ojos y desaparezco, todo se frena y se pone en cámara lenta, cuando hace mucho sol lo que hago es cerrar los ojos y soy un ninja.



295

(islandia)


Estamos en el Days Inn en Orlando Florida, 1988. Yo no estoy feliz porque sé que estas vacaciones se van a terminar. Sé que desde que llegamos se están acabando. Es el segundo día, vinimos en un avión, ayer. Luego, en el vuelo de vuelta, una semana después, le voy a decir a mi mamá que me arrepiento de no haber disfrutado, que podría haber “disfrutado” más y no lo hice. Pude, y no. Esto es algo que no se quita.


Es como venir del futuro para arruinarte el pasado y nunca haber atravesado el medio. Es como ser tu propio Terminator 2 de las vacaciones, de tu infancia. La aguja que te dice: estás acá: ayer, estás acá: ayer, estás acá: ayer.


Cada vez que salíamos de viaje o íbamos a algún paseo me pasaba lo mismo, eso dicen. Es una suerte de nostalgia del presente, supongo. Borges tiene un poema que habla de eso y que también habla de Islandia. Es la incapacidad de disfrutar el ahora porque en el fondo se sabe que ese ahora tiene un hueco, una fuga y chao.


Tal vez por eso escribo. Tal vez, y aunque esté trillado, escribir es la única forma que conozco de desacelerar la pérdida, de congelar algo, de dejar una marca en el suelo para poder regresar. Tal vez escribir esto me ayuda, no lo sé. Ahora que lo pienso, puedo ver la boca de la fuga, se abre inmensa y se parece al vértigo. La aguja que me dice: estás acá: ayer.


Entonces siento la amenaza de llegar al final de este libro, de llegar al final de estas páginas que se desangran por goteo. Entonces así me adelanto, involuntariamente con algo de nostalgia y sin disfrutar, hasta esta última línea.




***













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